El director, Eugenio Suárez, no quiso entrar en discusión con el funcionario. Sabía que era implacable con sus decisiones. Como apremiaban las prisas, decidió sustituir la plancha.
Nada de buscar otra foto. Cogió una holandesa, parecida a la actual Din A-4, se apoyó sobre la platina del taller y escribió con letra grande: «El misterio de la mano cortada». Se sustituyó la plancha con la macabra instantánea por otra nueva con las seis palabras de aceptable caligrafía del editor. Horas más tarde el semanario se agotaba en los quioscos. Aquella portada del todo artesanal impactó grandemente en la población. Debajo del llamativo título se leía: «Apasionante y verídico reportaje de este suceso, en páginas interiores. Copiosa información fotográfica». Y a un lado los retratos de la difunta y su madre, con el pié: «Doña Margarita, la madre que profanó el cadáver».
Hubo que lanzar una segunda edición. En la imprenta se agotaron las bobinas de papel. Periódicos deteriorados, con alguna página rota, eran arrebatados de las manos a los vendedores. Incluso se produjo el extraño fenómeno en la prensa nacional de que hubiera reventa de ejemplares. Así, un avispado quiosquero del barrio de Tetuán hizo varios desplazamientos con su furgoneta al pueblo de Fuencarral llevándose cientos y cientos de ejemplares que vendía a un duro, cuando el precio real de la publicación era de dos pesetas.
La noticia se expandió cual reguero de pólvora. Las fotos de las páginas interiores, con imágenes de la mano cercenada, impresionaron vivamente. Al otro día muchas calles aparecieron con lecheras de latón arrojadas a la basura. Gran parte de la población dejó de utilizar tales recipientes.
«Nos había llamado el hijo, un golfo, contando que se olía que su progenitora había mutilado el cuerpo de su hermana. Llegamos al mismo tiempo que la policía. Ningún problema. Nos llevábamos bien, porque siempre decíamos que eran los buenos», recordaba Suárez aquél suceso, el más sensacional de todos los publicados a lo largo de su historia.
Varios agentes de la Brigada de Investigación Criminal (BIC) habían inspeccionado la mansión de Margarita Ruiz de Lihory y de la Bastida en la madrileña calle de la Princesa. La sorpresa se produjo cuando en el interior de un armario del dormitorio principal encontraron una lechera que contenía una solución del alcohol sobre la que flotaba una mano derecha. Los dedos estaban hacia arriba, con cuidadas uñas esmaltadas de color rojo porcelana, y la muñeca, cortada con limpieza, mostraba el rosáceo de la carne. Después hallaron otros restos humanos.
Los forenses confirmaron que la amputación del miembro había sido realizada por expertos en anatomía. Exhumado el cadáver se comprobó que también faltaban los globos oculares, el antebrazo derecho, la lengua y algunos dientes. El pelo rojizo de la cabeza estaba cortado a mechones y el vello púbico rasurado de forma irregular. No mostraba ningún signo de reacción vital, por lo que se confirmó que todo había sido realizado post mortem.
La aristócrata y su compañero fueron detenidos, acusados de profanación de cadáveres y atentado contra la salud pública. «Yo estaba encantado. Teníamos entre manos un asunto estupendo: amor, morbo y lujo. Una señora rica y chalada que guarda reliquias de su hija querida», manifestaba Suárez en aquél movido inicio de 1954.
Unos días antes del tétrico hallazgo había fallecido su hija, de 36 años de edad, a consecuencia de un edema pulmonar. La madre permaneció encerrada en su habitación con el féretro durante un par de jornadas. No se resignó a perderla totalmente y mutiló parte del cuerpo inerte, conservando algún trozo a modo de recuerdo sagrado. «Mi niña era una santa y deseaba guardar la mano como reliquia », explicaba.
No hubo juicio al quedar probado que los actos fueron cometidos con el fin de conservar aquellos miembros de la muerte como un recuerdo. El artículo 340 del Código Penal exigía que para existir delito era indispensable que los hechos se hubieran realizado faltando el respeto debido a los muertos.
El director de El Caso recibió varias llamadas desde instancias oficiales urgiendo a que no se ahondara más en el suceso. La protagonista de tan truculenta historia era una ilustre dama de 67 años con una intensa y apasionante biografía. Hija de un destacado político, ostentaba los títulos de marquesa de Villasante, baronesa de Alcahalí, duquesa de Valdeáguilas y vizcondesa
de la Mosquera.
Se caracterizó desde joven por su carácter aventurero. Inteligente y culta, de exquisita belleza y suma distinción, fue abogada, pintora, concertista, corresponsal de guerra, etc. Incluso, espía. Formó parte del servicio secreto, conocido entonces como Círculo-30. Primo de Rivera la envió al Magreb, con motivo del conflicto bélico con Marruecos, para que investigara en la zona del Rif, donde llegó a ser amante del líder independentista Abd-el-Krim y de otros notables.
Ello le permitió avisar a Franco de una emboscada que le tenían preparada. Incluso empleó su experiencia como enfermera para contenerle una grave hemorragia producida por un balazo en el bajo vientre, salvándole la vida. Trabó amistad con el futuro Caudillo –era una de las pocas personas que le tuteaban–, quién la nombró capitán honorario del ejército español.
Durante la guerra civil desempeñó un papel fundamental entre Inglaterra y España. Después viajó por Nueva York, México, La Habana, París y otras capitales, que fueron escenario de sus conferencias, exposiciones, crónicas y múltiples actividades culturales. Tras de sí dejó un reguero de amantes, siempre dentro de los círculos de poder.
En el Magreb fue donde contactó con sociedades secretas islamistas, aprendiendo magia negra y artes rituales africanas. Viuda de Ricardo Shelly, un español de origen irlandés, contrajo segundas nupcias con José María Bassols Iglesias, letrado barcelonés de gran prestigio. Compartían su pasión por el ocultismo, que practicaban en sus distintas residencias de las afueras de Madrid, Barcelona y Albacete. Fiestas con prebostes del régimen, en las que imperaba cierta inmoralidad.
La de mayor eco fue la villa palaciega que poseía en la capital manchega. Los vecinos observaban que entraban por la noche personas extrañas. Colocaban velas en las habitaciones, forradas con terciopelos rojos, para fiestas esotéricas, durante las que producían extraños ruidos. Por ello pasó a ser conocida como “la casa de los fantasmas”.
Cuando se produjo el suceso de la hija, residían en dicha mansión dos científicos, altos y rubios, proveniente de Europa del norte, con pasaporte canadiense falso. Apenas salían de la casa. Se sospechaba que eran nazis huidos. Un coronel y un capitán de las SS que habían experimentado en sus campos de exterminio con cobayas humanas. Se rumoreaba que estaban investigando sobre armas bacteriológicas, con la protección del Gobierno español, en un laboratorio montado en los sótanos.
El informe oficial elaborado por la autoridad echaba por tierra la existencia de tales dependencias. Posteriormente se ha sabido que la mansión contaba, en efecto, con tales dependencias. ¿Por qué se ignoró todo ello en el informe que elaboró la policía tras el registro domiciliario? Está claro que existían oscuros intereses encaminados a tapar el asunto.
Por si faltaba algún ingrediente a tan macabra historia, algunos la relacionaron con el expediente Ummo. Diversas personas recibieron cartas de unos supuestos alienígenas, que habían aterrizado en nuestro país a mediados de siglo, en las que exponían diferentes aspectos científicos de su planeta, tecnología y sociedad. En 1968 Abc tituló: «Según un sacerdote sevillano, en España reside una colonia de seres extraterrestres». El párroco de Mairena, Enrique López Guerrero, conocido popularmente como el Cura de los ovnis, manifestaba que los ummitas le habían informado en una de sus misivas que estuvieran haciendo experimentos con virus procedentes del espacio en la casona manchega de la marquesa.
Magia negra africana, rituales germánicos, actividades ocultistas, experimentos perversos, espionaje internacional, hechos paranormales... Todo un cóctel de misterio. Una historia apasionante que sigue viva.
Tras ser puesta en libertad, la marquesa recibió al periodista de El Caso Enrique Rubio. La censura no autorizó la publicación de la entrevista (imagen del Archivo de Enrique Rubio)